El reciente caso de complot de Apple con diferentes sellos editoriales reavivó la discusión sobre el costo de los libros electrónicos. ¿Qué fórmula se emplea para determinar su precio? ¿Qué factores sería necesario considerarse? ¿Deberían ser más baratos o más caros que sus contrapartes que emplean tinta y papel?
Hace unos días leí, en Twitter la pregunta de una amiga, refiriéndose a si debería gastar unos dólares en un libro electrónico u ordenarlo en Amazon. La respuesta de otro amigo me llamó la atención: “Novelas, viajes y diseño: físico; consejos, guías y educativos: e-book”. Estoy de acuerdo con su clasificación, pero no encuentro la causa. Sé que concuerdo, pero no alcanzo a descifrar por completo el motivo.
¿Cuál es la razón por la que le demos un valor diferente al libro —y por tanto, una preferencia distinta al soporte— de acuerdo con su género? ¿Por qué agregar connotaciones positivas o negativas a partir de la naturaleza (electrónica o impresa), si el contenido es el mismo? Las implicaciones, me temo, son la raíz de un problema que afecta a la industria editorial global y que también ha sacudido a todas las industrias culturales y del entretenimiento: ¿cuánto deberíamos pagar por un libro?
Un libro no es un libro
El soporte físico de un libro tiene un nombre propio: códex o códice. Se define como "un cuaderno pegado, cosido y encuadernado"
Hace unos años, tuve el gusto de ser alumno del escritor mexicano Ignacio Padilla en un seminario sobre industria editorial. Una de los aprendizajes que más recuerdo es que el soporte físico de un libro no es un libro. Tiene un nombre propio: códex (o códice). La Wikipedia lo define como “un cuaderno plegado, cosido y encuadernado”. Así, en el presente prácticamente cualquiera es un códice, aunque el término en sí se emplee para los que se escribieron antes de que se inventara la imprenta.
En resumen, podemos decir que un libro se compone, esencialmente, de 2 elementos: el códice (el soporte físico) y el texto (la obra). Si le preguntan a cualquier escritor dónde está el libro, les dirá que en las palabras. Coincido: eso hace que le digamos libro a un e-book aunque lo leamos en la computadora o en una tablet. En un sentido amplio, es la obra.
Ahora bien, ¿cuál es el proceso para hacer un libro? Primero, necesitamos de un escritor que haga la obra. A partir de ahí, interviene la industria editorial: existen personas que seleccionan si el texto reúne los criterios de publicación (artísticos o comerciales, según el enfoque); un editor que pule la redacción (a veces, incluso, la modifica o la recorta); un diseñador editorial, quien da imagen y formato; un equipo de mercadotecnia que se encarga de la publicidad; un impresor que genera las copias físicas; y un distribuidor que coloca el ejemplar en librerías, entre otros involucrados. ¡Vaya!
En esta industria, lo mismo que en la musical, la aparición de las tecnologías digitales simplificó el proceso. En primer lugar, se eliminaron de golpe 2 mecanismos de control de la industria editorial: la impresión y la distribución física. Los costos de tiraje se volvieron nulos, igual que los de enviar ejemplares a los puntos de venta. Este esquema benefició a los sellos editoriales más pequeños y a los autores independientes: menos costos de producción, mayor democratización de la actividad. A los grandes sellos, por otro lado, no les cayó tanto en gracia.
Si el costo de producción ya no existe, ¿cómo hacer que el lector pague lo mismo por un libro impreso que por uno electrónico?
En realidad, actualmente un autor (es decir, cualquier persona que escriba una obra), puede publicar sin problemas. El soporte físico dio paso al electrónico: un archivo de computadora que se reproduce de forma sencilla. Entonces, si el costo de producción del códice dejó de existir, ¿cómo obligar al consumidor a pagar la misma cantidad por un libro electrónico que por uno impreso? O, peor aún, ¿cómo evitar que los propague de forma libre y gratuita?
La vieja lucha contra la copia
Hay algo que se debe tener presente: el libro es un producto. Es una obra cuyos derechos de explotación comercial le dan ingresos al escritor y a todos los involucrados en el proceso. En el costo de uno impreso, hay que considerar el pago a quien lo diseñó, quien lo seleccionó, quien lo corrigió, quien imprimió y quien lo distribuyó. Con uno electrónico, el costo (teóricamente) se reduce porque se eliminan intermediarios.
La lucha de la industria editorial contra la reproducción no autorizada de libros es antigua. No es un pleito directo con los electrónicos, la pugna viene desde el surgimiento de las fotocopiadoras. Se supone que una obra sólo debería ser fotocopiada (parcial o totalmente) si se cuenta con la autorización explícita del autor. En realidad, el fotocopiado es una práctica común y corriente —al menos en muchos países latinoamericanos—.
¿Cuáles son las razones para usar esta tecnología a la que podríamos llamar subversiva? Son varias. Por un lado, está el tema de la distribución (la dificultad para encontrarlo en librerías); el del precio (es más barato en fotocopia que original); o el de la practicidad (sólo necesito un fragmento, no todo). Como sea, la copia ha sido una solución para el consumidor, pero un dolor de cabeza para la industria.
Si ése es el escenario con el fotocopiado, ¿qué podemos decir de los libros electrónicos, que ni siquiera requieren una tecnología específica (el proceso de xerografía) para la reproducción? La práctica de la copia ya existía: sólo se hizo más evidente con la popularización de los e-books. La solución al supuesto problema fue la misma que utilizó la industria fílmica y la musical: apostar por el DRM (gestión digital de derechos, por sus siglas en inglés).
Los libros encadenados
Junto con la masificación de los libros electrónicos —provocada por la aparición del Kindle de Amazon y el iPad de Apple—, aparecieron las restricciones. El DRM evita, según el caso, que los e-books sean compartidos, impresos o descargados en otros dispositivos. En pocas palabras, están encadenados a sus aparatos de lectura.
En 2009, Amazon fue criticada por borrar de manera remota miles de copias electrónicas de 2 libros de George Orwell
El DRM ha sido muy criticado desde diferentes ángulos. Por un lado, limita la práctica del préstamo de obras, una actividad frecuente con los libros impresos. En otros casos, es imposible imprimir fragmentos del texto, aún cuando sean para uso personal. También está el tema de la propiedad, pues al adquirir un e-book, el consumidor compra más una licencia (es decir, el derecho de leer la obra) que un bien. En este último punto, Amazon fue duramente criticado en 2009 al borrar de manera remota miles de copias de 2 títulos de George Orwell.
En tanto, el desarrollo de candados sigue en ritmo creciente. Como ejemplo, está SiDiM, un DRM creado por el Instituto Fraunhofen de Alemania, que cambia palabras dentro del texto si detecta que el archivo no es original. Además, rastrea al usuario dueño del archivo fuente, lo cual contribuye con la criminalización de la copia como mecanismo de persuasión.
La razón por la que la industria opta por el DRM pasa por el temor a que el sistema actual colapse. Las editoriales tienen razones para temer. En un escenario de copia libre, no hay forma de que impongan los precios: si un título es demasiado caro, probablemente sea compartido sin retribución para quien lo publica. Pero Internet es un espacio que tiende a la autorregulación, y como muestra, están los autores que han apostado por dejar a sus libros en libertad.
Dejad que los lectores se acerquen a mí
Cuando hablamos del costo del libro, paradójicamente omitimos el papel del escritor. Después de todo, se trata del autor de la obra; y por tanto, es quien debería llevarse la mayor parte de la ganancia. Por desgracia, no ocurre así. De la misma forma en que la industria musical devora a los intérpretes bajo el argumento del costo de producción, la editorial utiliza también ese modelo. Claro que, en el caso de los electrónicos, no existe ese gasto pero el esquema permanece.
Con el auge de los e-books, los escritores nuevos no requieren apoyo de una editorial grande para publicar sus obras
El libro electrónico permite que escritores nuevos expongan su talento sin necesidad de contar con un mecenas o un padrinazgo editorial. Ésa es una de sus principales virtudes, pero también uno de sus mayores defectos. ¿Por qué? Porque como producto cultural, el libro posee un capital simbólico más allá de la calidad de la obra; la editorial que publica y el sello que respalda (y, claro, el marketing) también son parte. No es que las editoriales hayan quedado obsoletas, sino que su trabajo no se debe valorar por lo físico (como antes, con la impresión) sino por sus características intangibles.
Aún así, la calidad sabe imponerse y eso es reconocido por el lector. Una buena obra lo será sin importar si está impresa o es digital. El escritor español Juan Gómez Jurado lo resume en una frase: “es el contenido, estúpido”, argumentando que “no es el objeto lo que cuenta, sino lo que transmite; no es el libro, sino la historia; no es el DVD sino la emoción.” En ese esquema, Gómez Jurado reconoce una nueva economía en la que los márgenes tradicionales de ganancia dejan de tener sentido. Lo resume en “mayor simplicidad, calidad y precios razonables.” El escritor predica con toda razón: él mismo ha liberado sus obras (best-sellers, por cierto) a una remuneración voluntaria, obteniendo resultados favorables.
Como en la industria musical, donde compartir canciones beneficia a los músicos económicamente (en los conciertos, por ejemplo), la copia en el libro electrónico también acarrea un potencial positivo. Después de todo, en cuestión de formatos se rompen géneros. Quizás al autor que ayer leíste prestado, mañana lo compres en un e-book; probablemente el que leíste fotocopiado lo compres en físico por la edición; puede ser que el que te compartieron en Internet, lo imprimas, lo pases y enamore a otro. Dejad que los lectores se acerquen al libro y decidan. Siempre habrá alguien dispuesto a pagar lo justo por lo bueno.
En este mercado de la abundancia (de libros, de canciones, de películas, de todo), lo que se paga es lo escaso. Y, como he dicho con anterioridad, el talento es un bien limitado. Un buen trabajo de una editorial (la selección, la edición, la traducción) también debe ser remunerado en la medida en que mejorar el producto, no sólo por un gasto mecánico y logístico. Entonces, la pregunta lejos de ser cuánto cuesta un libro electrónico, debería ser quién termina ganando. En el momento en que la industria (y también el mercado) comprenda que el valor debe establecerse no sólo por el libro-objeto per se, encontraremos la respuesta final.
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