Hace unos días, el fabricante ARM presentó un procesador de video que no permite que se grabe un contenido emitido por streaming. El chip fue desarrollado a petición de Hollywood, pues la industria fílmica quiere evitar que el usuario haga copias del contenido. Sin importar si se trata de grabar GPU de YouTube libre de derecho o una película de Netflix para mirarla offline, el chip no te dejará grabar. Punto.
Bienvenido al retorcido mundo del DRM (Digital Rights Management), una de las tecnologías más polémicas de los últimos años. La gestión digital de derechos se creó como un mecanismo de protección de la industria contra el intercambio de material protegido por copyright. El DRM sirve para limitar la copia, bajo el argumento de frenar la piratería y proteger al creador. La realidad es que este mecanismo rara vez funciona, y cuando lo hace, es de manera restrictiva.
Para entender el DRM, es necesario dar unos pasos atrás y entender una regla fundamental: copiar no es robar.
De hielos y refrigeradores
La defensa del copyright parte de un idea errada, pero muy difundida: copiar es equivalente a robar
La defensa encarnizada del copyright parte de una idea: copiar un contenido digital equivale a robarlo. Pongamos el razonamiento en el que si una persona tiene una bicicleta y otra llega y se la quita, se dice que el segundo la robó. Es correcto porque 2 individuos no pueden disfrutar del mismo bien sin que uno sea perjudicado. Por otro lado, la copia de contenido digital (que se maneja como robo para convencer de su carácter negativo) implica una reproducción del objeto. En el caso de la bicicleta implicaría hacer un clon y que ambos pudieran disfrutarla por igual.
Si todos pudiéramos copiar los objetos —un escenario que empieza a vislumbrarse con la impresión 3D en un futuro no tan lejano—probablemente condenaríamos la industria al colapso. Por otro lado, eso implicaría que los modelos económicos deberían adaptarse a las nuevas dinámicas del mercado. Al respecto, mi ejemplo favorito es el de los vendedores de hielo y los refrigeradores.
Durante la década de 1920, existía una de las fábricas más grandes de Estocolmo llamada Stockolm Ice. Su trabajo era distribuir hielo, pues en ese entonces la comida se conservaba en contenedores, lo que para nosotros ahora son hieleras. La empresa extraía bloques de hielo en invierno, los almacenaba, los cortaba en cubitos y los vendía. La gente los compraba para evitar que sus alimentos se echaran a perder. Cuando llegó la electricidad a la ciudad empezaron a usarse los refrigeradores. Así que en unos cuantos años, los fabricantes de hielo fueron obsoletos, pues dejó de ser necesario comprar ese producto para mantener en buen estado los alimentos.
Esto es similar a lo que ocurre con las industrias del entretenimiento. En el antiguo esquema, al que denominaré “economía de la escasez”, el precio se daba por la dificultad técnica de producción y distribución. Por ejemplo, en la década de los noventa, grabar un CD era relativamente caro: se necesitaba de equipo especializado que pocas personas —en este caso, los estudios— poseían. La reproducción física era costosa, pues para hacer un álbum, era necesario gastar en los materiales (la caja, el disco, la impresión) y la distribución (camiones y barcos para mover los discos, locales para almacenarlos). De ahí que la industria pudiera cobrar $20 USD o $25 USD por una unidad sin que se discutiera el precio.
En este caso, la tecnología facilitó el proceso. Lo descentralizó y lo democratizó. De pronto, para producir una canción, sólo se necesitaba cierto software en la computadora. Para hacer copias, únicamente había que duplicar un archivo, sin costo de producción extra. Para distribuir, la canción podía alojarse en un servidor o en un servicio web (como, en su momento, MySpace) y no había que pagar para que el contenido llegara en segundos a todos los rincones del planeta. Los procesos habían cambiado, pero la industria, que se había llenado los bolsillos con el modelo anterior, no quiso renunciar a su tajada del pastel.
Al abaratarse la producción, las industrias no redujeron los precios: intentaron criminalizar las alternativas
Uno supondría que con la reducción de los costos de producción, los productos serían más baratos. No fue así. Las industrias del entretenimiento (en especial, el cine y la música) continuaron con el modelo y trataron de criminalizar las alternativas. Esto afectó a los consumidores y a los artistas, quienes tuvieron que luchar por sus derechos de explotación comercial. Por ejemplo, un cantante recibe entre 10% y 15% del total de una venta, mientras gana 50% por una regalía (el porcentaje restante, en ambos casos, se lo lleva la disquera).
¿Cuál es la diferencia? En una venta (por ejemplo, de un disco), interviene la industria con la producción, reproducción y distribución. Como tal, es justo que el intermediario acapare el porcentaje mayor. En la regalía, como cuando se usa una canción en una película, la disquera sólo crea una pista maestra y se la otorga a un productor. Su trabajo es significativamente menor al que implica llevar un CD a los anaqueles.
Cuando aparecieron las tiendas de música en línea (como iTunes Store), las disqueras mantuvieron el porcentaje por venta aunque ya no había un costo de producción evidente. Muchos intérpretes, como el rapero Eminem, se dieron cuenta y demandaron que las descargas digitales se pagaran como regalías. En 2011, la Suprema Corte de Estados Unidos determinó que una descarga se debe tratar como una licencia; por tanto, el artista debería recibir 50% de la venta.
Este cambio golpeó a la industria por una razón: los artistas en catálogo. Cuando una canción sale, las disqueras gastan una buena cantidad de dinero en marketing. Después de unos meses, el material pierde su novedad, deja de ser promovido y pasa a formar parte del catálogo. Eso no implica que no sigan vendiéndose unidades: sólo ya no está de moda y el volumen de ventas baja. Así, la industria dejaba de gastar en publicidad, pero mantenía los márgenes de ganancia. Al tratar a las descargas como licencias, el porcentaje que recibe el artista es mucho más equitativo.
El copyright en los tiempos de la abundancia
Internet es una copia. En serio, no es una analogía. Lo que lees en tu monitor es la copia de un archivo alojado en un servidor a miles de kilómetros de distancia. Es un principio básico de la red: la transmisión de paquetes de datos. Los datos van y vienen de manera indistinta, pero adquieren otro significado social cuando conforman una obra. En términos técnicos, un libro, una canción, una fotografía son un conjunto de datos que en la dimensión social se transforman en creaciones de autor, y como tales, son susceptibles de estar protegidos por el copyright.
En un mercado donde hay escasez, los precios se deciden por oferta y demanda. Recuerdo que, en mi adolescencia, los discos se agotaban de las tiendas; hoy, es imposible pensar que un álbum no esté disponible. Vivimos en los tiempos de la abundancia: crear copias de las obras es un acto simple y cotidiano. Como en el ejemplo de los refrigeradores, las computadoras permiten reproducir y difundir contenidos que antes estaban bajo el control de terceros (en ese caso, la posibilidad de mantener los alimentos en buen estado). Si estás pensando que eso matará de hambre a los artistas y terminará con la creación cultural, estás pensando como la industria del entretenimiento.
Los artistas ahora tienen mayores ganancias por los conciertos que por las ventas de CD o temas musicales. La descarga de canciones es su mejor medio de promoción
La realidad es que la gente aún necesita hielo. No como a principio del siglo XX, pero sí para fiestas o reuniones. Es decir siempre habrá escasez. En el caso de la industria musical, podrá ser sencillo conseguir una canción, pero un concierto es un evento único. En el cine, podremos descargar o compartir una película, pero difícilmente repetiremos la experiencia de ir al cine. Quienes han sabido explotar los nuevos modelos lograron que la abundancia sea un beneficio, no un obstáculo. Los artistas ahora obtienen mejores ingresos por conciertos que por ventas. Al contrario, la distribución de canciones se ha convertido en el principal vehículo de promoción, que repercute en giras y presentaciones.
Sin embargo, las industrias se niegan a perder sus ganancias astronómicas. Para eso, inventaron mecanismos restrictivos, pagan cuantiosas cantidades para hacer legislaciones a su favor (como SOPA y PIPA, por poner un par de ejemplos) y hacen una fuerte campaña para criminalizar las descargas y las copias digitales. Aquí entra la gestión digital de derechos (Digital Rights Management); o como muchos preferimos llamarle: la restricción digital de derechos (Digital Restrictions Management).
¿Qué es el DRM?
Un DRM es una tecnología de control que pretende evitar la copia de contenido o su distribución libre. Desde la perspectiva de la industria, hacer copias de archivos inhibe el comercio, argumento que algunos estudios consideran falso, pues no hay correlación entre intención de compra y descarga; y en muchas ocasiones, la descarga desencadena la compra posterior.
El primer obstáculo que encontraron los defensores del DRM es el agujero analógico. Consiste en una vulnerabilidad del sistema de protección, ya que se puede utilizar un mecanismo analógico para generar una copia sin DRM. En otras palabras, si tengo un CD protegido, puedo crear archivos de las canciones mediante una grabación simple. El razonamiento es simple: si es audible por el oído humano, se puede grabar con un micrófono; si es visible para el ojo, se puede grabar con una cámara de video.
Las industrias desean que todo aparato de consumo tenga DRM. En su visión, cada archivo compartido no sólo es una pérdida: también constituye un delito
Por esa razón, las industrias se esfuerzan porque todos los aparatos de consumo de medios tengan DRM. Parece una locura, pero desde su visión mercantilista, todo lo compartido es una pérdida; o peor aún, consideran que la acción de compartir debería constituir un delito. Actividades tan sencillas como prestarle un videojuego a un amigo, compartir una canción o digitalizar un libro para tenerlo en tu tablet, serían imposibles y penadas en un mundo delineado por la protección del copyright. Para ellos, lo ideal sería que cualquier aparato con la capacidad de grabar o reproducir contenido tuviera mecanismos de protección. Hasta el momento, un buen número de esas ideas es inviable.
Lo preocupante es que la industria no comprende que el DRM viola derechos, como el del libre acceso a la cultura; el de la privacidad (puesto que un tercero vigila qué hacemos con la obra); el de efectuar obras derivadas; el del uso justo (fair use); el de la copia para uso personal; el de uso para reseñas y críticas; entre varios otros. Peor aún, el DRM no contempla la presunción de inocencia: cualquier violación al mecanismo (aún si está justificada), termina por marcar como infractor al usuario.
La lección no aprendida
El DRM está lleno de historias de fracaso. Por ejemplo, en 2005, Sony introdujo una tecnología DRM en sus discos compactos. La implementación se llevó a cabo con CD-ROM, lo que generó incompatibilidad con muchos reproductores de discos y computadoras. Este mecanismo de protección instalaba un DRM en las máquinas sin previa consulta, lo que las hacía vulnerable a intromisiones. Sony trató de parchar el error con actualizaciones que borraran el DRM de las computadoras comprometidas; 2 años después, la disquera EMI abandonó el DRM, y se convirtió en la última productora en utilizarlo en el formato físico.
En el caso de las canciones digitales, Apple introdujo el DRM FairPlay para las compradas en iTunes. El sistema permitía reproducirlas en un iPod, ser tocadas hasta en 5 dispositivos diferentes de manera simultánea e incluirlas en un disco. El DRM podía ser saltado gracias al agujero analógico. En 2007, Apple decidió que el usuario podría descargar archivos sin gestión de derechos digitales desde la tienda de iTunes. Amazon, otra de las grandes empresas de Internet, tampoco utiliza el DRM en las obras que comercializa.
El DRM de la XBox One de Microsoft está pensado para atacar la reventa, el préstamo y la renta de juegos
Sin embargo, las empresas no aprenden la lección. Uno de los casos más evidentes este año es el lanzamiento del XBox One. Su DRM está diseñado para atacar la reventa, préstamo o renta de títulos. El primer mecanismo que usa es que cada juego se instala en la consola y en la Nube de Microsoft. Parece que es una acción que obedece a lo práctico (por ejemplo, superar el límite físico del almacenamiento), pero tiene connotaciones restrictivas.
Por ejemplo, si quieres entregarle un juego físico a un amigo, podrás dárselo sólo si lo tienes en tu lista de amigos por más de 30 días y el cambio de dueño sólo puede efectuarse una vez. La reventa de títulos, como tal, no está prohibida, pero sí limitada por la distribuidora. Estas dos acciones evitan que puedas vender un juego usado a algún desconocido o que un título pueda rentarse. Es una medida restrictiva de Microsoft para mantener el control comercial, aunque esto afecte la experiencia del jugador e inhiba la práctica de compartir juegos (algo que, más que frenar las ventas, le daba al consumidor la posibilidad de una prueba piloto del título para ayudarse en la decisión de compra).
¿Qué sigue?
Con todos sus inconvenientes, el DRM seguirá siendo cosas de todos los días. Ahí está, en ese DVD que sólo puedes ver en una región del mundo. Está en ese libro en PDF en el que no puedes seleccionar ni copiar textos. Está presente en ese formato de archivo de audio que no puedes escuchar en tu iPod. Está en esa película que rentaste y sólo puedes ver en un plazo de 24 horas antes de que se borre; en ese software del que no puedes hacer copia de seguridad. Está, literalmente, en todas partes.
Entonces, ¿qué sigue? Hay que aprender a vivir con él, mientras siga vigente.
Como ha mostrado la historia reciente, las tecnologías coercitivas tienden a ser superadas por la sociedad. Las industrias tendrán que aceptar, tarde o temprano, que los modelos económicos cambian. Deberán entender que el derecho a la copia privada, al consumo para fines científicos, el de cita, parodia y reseña, y el del uso justo no pueden quedar supeditados a los intereses comerciales. En todo caso, la mejor manera de protegerse de potenciales abusos del DRM está en el conocimiento de sus derechos.
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